CEBÚ (FILIPINAS)

Desde que tengo 15 años intento hacer voluntariado todos los veranos, en España o en el extranjero. Los años anteriores fui a Portugal, Polonia o Inglaterra, pero un amigo de una amiga decidió, porque sí, organizar un voluntariado con la única condición de viajar lejos. Así que conocí a este chico, me contó el plan, y no fue difícil convencerme para ir a Filipinas. Contactó con un sacerdote amigo suyo que estuvo de misiones ocho años en una isla filipina, Cebú. Nos ayudó a organizar el viaje y al final se acabó viniendo. Al principio, yo iba con la idea de ir a hacer un simple voluntariado (porque tocaba) y para conocer mundo. La verdad es que, aunque sí iba con ganas de ayudar, mi objetivo principal era pasármelo bien. Cosa que cambió mucho cuando llegué allí.

Me llevo muchísimas cosas de ese viaje. Por un lado, el valor de la amistad. De los 30 jóvenes que fuimos, solo conocía a tres. Al final, éramos toda una familia. En estas situaciones, conoces a la gente tal cual es, te conoces a ti mismo, y te das cuenta de lo necesario que es tener buenos amigos que de verdad te apoyan y te acompañan en las buenas y en las malas. Por otro lado, me llevo el saber apreciar la ENORME suerte que tengo de vivir donde vivo. Ves mundo, aprendes que no todo es como en España y aprendes a vivir sabiendo que tú eres una afortunada, pero la mayoría del mundo vive en condiciones que dan ganas de llorar al recordarlo. Pero, sobre todo, aprendes que se puede vivir con muy poco de lo material y que lo más necesario en esta vida es que te quieran y aprender a querer a la gente.

Cada día de los 18 que pasé allí hubo algo que me marcó. Tanto que han pasado dos años desde que viajé a Cebú y no hay un día que no se me venga a la cabeza alguna anécdota. Pero si tengo que elegir me quedo con esta. Durante el viaje, recorrimos casi toda la isla. Uno de los pueblos que visitamos fue Daanbantayan, al norte de Cebú. Pasamos allí cinco días, conviviendo con la gente del pueblo. Este fue destrozado por culpa de un terremoto y un tifón unos años antes de que llegáramos nosotros. Allí vivía una mujer, Marsha (si es que se escribe así, nunca lo supe), que perdió absolutamente todo tras la catástrofe. Seguía sin tener una casa decente (sabiendo que decente allí no es ni la mitad de lo que significa en España). Además, no tenía familia, la perdió. Y, encima, nos contó que su marido la maltrató durante años. Tampoco tenía trabajo. Y, a pesar de todo esto, siempre, siempre, siempre llevaba una sonrisa en la cara.

Marsha

El vivir con nada y, a la vez, con todo. Marsha decía que ella era tan feliz como lo era antes del huracán. Tenía a sus amigas, a los niños del pueblo que la querían y lo básico para sobrevivir. Ella no estaba contenta porque se conformase con poco, sino porque no necesitaba más. Marsha me enseñó a valorar lo que importa y me ayudó también a salir de la burbuja en la que vivimos.

No solo recomiendo a todos los jóvenes (y también no jóvenes, que nunca viene mal) que hagan voluntariado una vez en su vida, sino que, además, les animo muchísimo a todos a que viajen a Filipinas. No existe país más agradable y bonito. La gente es muy abierta, cariñosa y acogedora. Además, necesitan muchas manos que ayuden. En Filipinas existen ciudades con rascacielos que por la puerta trasera tienen chabolas colgando, y el resto del territorio es muy pobre. Hay gente que vive sin agua corriente (ni siquiera hay agua potable en la mayoría de hoteles), sin luz, que come lo que pesca en ese día…

El voluntariado, por lo menos a mí, me cambió la vida (y no exagero). Aunque a veces silencias lo que aprendiste allí cuando ya vuelves a España, en el fondo, nunca lo olvidas. Es un baño de realidad, de generosidad, de fortaleza, de amor. Y para los creyentes, es un baño de Dios, que es amor y haciendo voluntariado lo encuentras detrás de cualquier persona. Además, te conoces a ti mismo, lo bueno y lo malo; aprendes a potenciar lo primero y a corregir lo segundo. Al principio vas pensando que vas a ayudar, y sí que lo haces; pero, en realidad, te ayudan a ti mucho más de lo que te puedas imaginar. Para ir de voluntariado no hace falta una excusa, no hay que pensárselo, solo hay que ir y disfrutar cada minuto que pasas allí (incluso cuando llevas días sin dormir, ducharte o solo comes arroz). De verdad, nada podría reemplazar cada segundo que viví allí.

María Hammer Esteban