CALCUTA
Mi nombre es Quino. Hace ya dos veranos desde que nos fuimos de voluntariado a Calcuta con el P. Ranninger. Era una experiencia que me había estado llamando mucho pero que por una razón u otra no había conseguido a nadie con quien irme. Ese año tuve la suerte de conocer al P. Jorge, quien me acogió en su grupo de sevillanos como a uno más. Reconozco que al principio me asustaba la idea de viajar solo, sin conocer a nadie de los que iban, a un país tan imprevisible como la India, pero pronto todos esos temores desaparecieron. Desde el minuto 1 hubo muy buena sintonía entre todos, se respiraba un ambiente Misionero.
Lo primero que me viene a la mente al llegar a Calcuta, tras muchas horas de vuelo a nuestras espaldas, es la bofetada de humedad que recibimos al salir del aeropuerto. Pronto se apoderaría de nosotros esa sensación pegajosa que nos acompañaría allá donde fuéramos durante los 20 días siguientes. Se avecinaban jornadas duras de trabajo.
Allí en la Mother House se nos asignó la casa de acogida Nabo Jibon, donde podíamos ser partícipes de la miseria de tantos jóvenes y ancianos abandonados a su suerte. Nuestra labor fue principalmente asistencial, dar algo tan simple como compañía, un abrazo, un gesto afectuoso. La barrera del idioma y la incapacidad mental de la gran mayoría hacían de la sonrisa el lenguaje universal.
Este era el plan de la mañana. Por las tardes nos reuníamos en la Mother House, y qué mejor lugar para la oración que la casa donde descansa santa madre Teresa de Calcuta. Eran ratos de descanso -y diálogo con el Señor-, muy necesarios de hecho, pues tanta miseria, penurias y agotadoras jornadas -no se pueden aguantar por uno mismo-. Durante el tiempo libre visitamos varios templos, jugamos un intenso partido de fútbol en el que nadie quedó libre de barro, y al finalizar las misiones pasamos unos días en Darjeeling, rodeados por la majestuosa cordillera del Himalaya. La Kingsfisherman (zumito de cebada de la tierra) siempre como fiel acompañante.
Fue una experiencia que me marcó. Una cosa que querría destacar es la progresiva insensibilidad que uno puede desarrollar, en mi caso así fue, hacia la extrema pobreza con la que se mueve constantemente. Los primeros días uno se encuentra en shock, pero conforme se aclimata se ve como algo más. Por otro lado, recuerdo también la visita a la leprosería con altas expectativas puestas en ella, y sin embargo no fue lo que más me impactó. Sí que tengo grabado en la retina las curas diarias que realizábamos a un enfermo con una úlcera en la espalda con la vértebra ya asomándose, y la mano de este héroe sin capa aferrándose a uno de nuestro grupo.
Me quedo corto al intentar resumir todo lo vivido en estas líneas. Recomiendo indudablemente esta experiencia, marca de verdad. Pienso que viajar a la vez que ayudas al prójimo es una perfecta combinación, pues se nos ha dado mucho como para no corresponder. Termino citando al Papa Francisco con una frase que deberíamos tener siempre presente, que dice: «quien no vive para servir, no sirve para vivir».
Quino Ruiz de Castroviejo